El viernes pasado, murió mi tío. Escribí una vez sobre él en un post anterior.
Cuando llegué a la casa donde vivía con mi abuela, en el pueblo. Estaban todos mis primos. A los que no veía desde hacía mucho tiempo y con los que he vivido los mejores veranos de mi vida.
Durante todo el camino, en el tren, me decía a mi misma cómo tenía que comportarme, me tranquilizaba y me daba ánimos para no derrumbarme en el momento en el que viera a mi abuela.
Fue bastante duro, verla allí sentada con los ojos tristes y rojos de tanto llorar. Una mujer que siempre a estado llena de vida, estaba allí, con la mirada ida y sin parar de preguntar por su hijo. Me acerqué a ella temblando y como pude, le di un fuerte abrazo y un beso.
Me incorporé y fui a la terraza y me abracé llorando a uno de mis primos.
Me parecía mentira. Ya no iba a volver a ver a mi tío. Así, sin más.
No lloré mucho. Algo en mi interior se activó de repente, y me llené de fuerza enseguida.
Saludé a mis primos, los cuales estaban todos con los ojos hinchados de tanto llorar, y me contaron cual era la situación.
Mi abuela no paraba de llorar. No quería creer que su hijo había muerto y no paraba de preguntar a todo el mundo que porque no se lo traía nadie.
Volví a entrar para llamar a mis hermanas y saber cuánto les quedaba para llegar. Venían en coche con mi madre desde Madrid, y quería saber si habían salido ya y contarles como estaba nuestra abuela. Luego fui al sofá y me senté a su lado.
Ella me miró con los ojos tristes y me preguntó por su hijo. La miré y le dije que ya no estaba. Empezó a llorar y a apretarme la mano mientras decía su nombre.
Jamás he visto tanto dolor.
Nunca había visto a alguien sufrir tanto. Mi tío se me fue de la cabeza, y el centro de mis atenciones pasó a ser ella. Tenía que ayudar a aquella mujer. No se merecía tanto dolor.
Desde el sábado que llegué hasta hoy, he estado a su lado. Tratando de aliviar su pena. El sábado por la tarde, cuando se calmó un poco, me levanté y quité todas las fotos. Ella no soporta ver fotos de gente que ya no está. Después, fui al cuarto de mi tío y recogí, junto con mis dos primas, toda su ropa. Sus cosas.
Me sorprendía verme en esa situación, con tanta entereza, pero un motor dentro de mí, me ayudaba a tener fuerza para hacer lo que estaba haciendo. Por circunstancias de la vida, de todas sus nietas, soy la que más años ha estado viviendo con él. Ha venido muchas veces a mi casa, aquí en Barcelona. He vivido muchas fases de su enfermedad. Unas mejores que otras. Me hizo pasar situaciones y momentos que no olvidaré en la vida.
Y allí estaba, recogiendo como si nada sus cosas.
Mis primas me miraban extrañadas. Ellas estaban entre lloros y yo, tan tranquila, diciéndoles lo que tenían que hacer.
Cuando llegaron mis hermanas, por la tarde, mi abuela se emocionó mucho. Lo poco que habíamos conseguido calmarla, se vino abajo. Y me puse otra vez a su lado a contestar con toda la calma del mundo y sin ninguna lágrima, todas las preguntas que ella me hacía sobre su hijo.
Parecía que no pasaban las horas. Parecía que aquella mujer no saldría del pozo de tristeza y rabia en el que se había metido.
Pero, poco a poco, la cosa fue a mejor. Aunque el día del entierro, fue crítico, conseguimos pasarlo lo mejor posible. Así, poco a poco y entre todos, conseguimos que comiese un poco y que aceptase que su hijo había muerto.
Mis hermanas se fueron y mis primos también.
Yo me he quedado hasta hoy. Están con ella sus tres hijos.
Y ha sido cuando me he visto aquí sola, cuando he reventado. Todo el dolor que hubo en esa casa, lo he sentido yo hoy. Me he acordado de mi tío, de todos los momentos que hemos pasado juntos, de sus cosas, de sus bromas.
Me parece mentira que ya no lo vuelva a ver.
Lo único que me consuela, es saber que no tuvo que sufrir la muerte de la persona que lo parió y que siempre estuvo a su lado. Ya tuvo bastante con tener una enfermedad mental desde los 15 años.
Enfermedad que lo hizo tan especial.
Hasta siempre.